sábado, 19 de julio de 2008

SOBREHUMANA BETANCOURT








Bello artículo de Juan Manuel de Prada sobre Ingrid Betancourt.

Sobrehumana Betancourt

PUBLICABA el jueves Alfonso Rojo un artículo, vi­goroso y contundente como todos los suyos, titula­do «Los monstruos», en el que mostraba su estupor ante unas declaraciones de Ingrid Betancourt, tras su li­beración, en las que afirmaba que se habia compadecido de sus captores, cuando los vio desnudos y maniatados en el helicóptero que la conducía a la libertad. Nos recor­daba Rojo que Betancourt había sido sometida, durante los seis años que duró su cautiverio en la jungla, a las vejaciones y sevicias más impronunciables; y juzgaba «una aberración» albergar sentimientos piadosos hacia alimañas semejantes. No le falta­ba razón a Rojo: en términos estrictamente huma­nos, constituye una aberración —algo que se sepa­ra o desvía de la mera razón humana— perdonar y amar a quien nos ha infligido un daño crudelísi-mo. «Yo no sería capaz de perdonar», afirma hu­manamente Rojo; y concluye su artículo con una —digámoslo así— profesión de incredulidad: «No puedo creer que no odie a sus verdugos».

Podríamos aportar aquí una explicación de índole psi­quiátrica que esclareciese la «aberración» de Ingrid Be­tancourt. Todos hemos oído hablar del «síndrome de Estocolmo», un complejo estado psicológico en el cual la vícti­ma de un secuestro desarrolla una suerte de complicidad con su captor, consecuencia seguramente del extremo grado de desvalimiento y vulnerabilidad a que la ha con­ducido el cautiverio; estado psicológico que se revela en una serie de conductas morbosas: sentimiento de grati­tud y afecto hacia el secuestrador, identificación con las razones desquiciadas que lo llevaron a secuestrarla, etcé­tera. Esta explicación humana no sirve, sin embargo, pa­ra esclarecer el caso de Ingrid Betancourt, que en modo alguno ha mostrado connivencia o comprensión hacia las sinrazones de su cautiverio; y resulta muy dilucidador que Rojo, que se confiesa estupefacto, no mencione sin embargo la posibilidad de que Betancourt sufra un trastorno psicológico. Y es que Rojo intuye que las decla­raciones de Betancourt están dictadas por una fuerza so­brenatural. «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural», nos advertía Chesterton.

En efecto, desgajadas de esa inspiración sobrenatural, las declaraciones de Betancourt se nos antojan algo anti­natural o aberrante, contrario a la mera razón humana. Pero la solución al misterio de unas declaraciones tan estupefacientes nos la ofrecía ese mismo día el semana­rio «Alfa y Omega», que publicaba una fotografía en la que Ingrid Betancourt sostenía entre sus manos, sufri­das y bellísimas, un rudimentario rosario que ella mis­ma había confeccionado durante su cautiverio. Aunque los medios de comunicación —tan empe­ñados en mostrarnos lo antinatural de la vida— han querido hurtarnos sus palabras, Ingrid Be­tancourt ha manifestado que su cautiverio no hu­biese sido soportable si no la hubiese alentado la fuerza de la fe, cultivada a través de la oración.

Y esa misma fuerza sobrehumana de la fe es la que ha inspirado las declaraciones escandalosas que Rojo glosa en su artículo; porque, en efecto, nada hay más escandaloso que perdonar a quienes nos hacen daño, como no hay pasaje más escandaloso en el Evangelio que aquel del Sermón de la Montaña en el que Jesús nos ordena: «Amad a vuestros enemigos y bende­cid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborre­cen y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que ha­ce salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover so­bre justos e injustos».

Esta expresión perfecta del amor cristiano sólo se puede alcanzar cuando nos asiste la fuer­za sobrehumana de la fe. El amor al enemigo nos impone salir de los límites de nuestra humanidad: hay primero que superar y cauterizar el daño recibido, purificarse in­teriormente y volcar esa fuerza catártica sobre quien nos infligió el daño, para que nuestro amor lo purifique tam­bién a él. Se trata, en definitiva, de renovar aquí y ahora el misterio de la Cruz; y esto es algo que escandaliza a nuestra época antinatural, algo que nuestra época anti­natural no entiende ni admite. La sobrehumana Ingrid Betancourt ha dado un testimonio de fe aco-

jonante y ver­tiginoso. Créetelo, querido Alfonso: esa mujer no odia a sus verdugos; y el amor que les profesa es sobrenatural.

www.juanmanueldeprada.com


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