Fotografia primera: Monjes trapenses de Argelia, mártires en 1996.
Fotografía segunda: el Cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Québec, en el Congreso Eucarístco.
Con motivo del 49 Congreso Eucaristico Internacional, celebrado en Québec el pasado 19 de Junio, el Cardenal Philippe Barbarin escribe:
Amor a la Eucaristía, hasta el final
El testimonio de los laicos, religiosas, sacerdotes, monjes y obispos... víctimas de los años de ciega violencia islamista en Argelia sirvió al cardenal Philippe Barbarin, arzobispo de Lyón y Primado de las Galias, para ilustrar lo que es y exige la Eucaristía. Lo hizo en el Congreso Eucarístico, celebrado la semana pasada en Québec. Éste fue su testimonio:
Hasta el final. En la hora del sacrificio supremo, Jesucristo, ante Poncio Pilato, rindió tan solemne testimonio, dice san Pablo. No podemos olvidar a todos nuestros hermanos cristianos, en diferentes países, que viven todavía este amor extremo. Quisiera hablar de nuestros hermanos de Argelia, y en particular de los monjes del monasterio cisterciense de Tib-hirine, asesinados en la primavera de 1996. Su presencia era una ofrenda sencilla, discreta y comprendida por todos. Y su sacrificio tocó al mundo entero. Presentar el cristianismo sin la cruz, o hablar de sacrificio eucarístico sin decir hasta dónde nos puede llevar, sería una mentira.
El año pasado, monseñor Henri Teissier, arzobispo de Argel, vino a predicar un retiro a los sacerdotes de la diócesis de Lyón. Habló de La Eucaristía y el martirio, al recordar a las 19 víctimas de la Iglesia en Argelia durante los años oscuros de la gran violencia islamista. Él hablaba de las religiosas, de los hermanos sacerdotes o monjes asesinados. Pero al escucharle comprendimos que también sabía que su vida está en peligro diario. En este clima espiritual celebra la Eucaristía cada día. Los mártires cristianos de Argelia han dado su vida a causa de una fidelidad evangélica a un pueblo al que Dios les ha enviado a servir y amar.
El Prior de Tibhirine, el padre Christian de Chergé, había escrito: «Si un día fuera víctima del terrorismo, me gustaría que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordara que mi vida fue entregada por Dios, a Dios y a este país». Me imagino que debía pensar con frecuencia en los argelinos cuando pronunciaba las palabras de la consagración: «Éste es mi cuerpo, entregado por vosotros». Todos habían aprendido árabe; el hermano Luc, monje y médico, el más anciano de la comunidad de Tibhirine, curaba gratuitamente a los enfermos de la región. Cuando el ambiente se hizo peligroso, decidieron quedarse. Es lo que había explicado monseñor Pierre Qaverie, el obispo de Oran, poco antes de ser asesinado en otoño de ese mismo año, 1996 : «Para que el amor venza al odio será necesario entregar hasta la propia vida en un combate cotidiano en el que el mismo Jesús no queda indemne». Después de su asesinato, ninguna religiosa, ningún sacerdote, ningún laico abandonó su lugar en la diócesis de Oran. Y esto conforme a lo que él había escrito: «Hemos entablado aquí lazos con los argelinos que nadie podrá destruir, ni siquiera la muerte. En esto no somos más que discípulos de Jesús».
Cuando se ama a un pueblo, se le sigue sirviendo aunque vaya mal; ésta es la verdad del amor: implica siempre esta dimensión de ofrenda y sacrificio. Esta actitud de los discípulos, veinte siglos después, nos ayuda a comprender la Eucaristía del Señor. Jesús atraía a las muchedumbres cuando curaba a los enfermos y multiplicaba los panes; el pueblo estaba pendiente de sus labios, cuando enseñaba cada día en el templo. Pero nada detuvo el movimiento de su amor, ni la adversidad, ni el rechazo, ni los complots, ni los celos que acabaron llevándole a la muerte innoble de la Cruz. El buen pastor se queda cuando los lobos y los ladrones entran en el redil. La fuerza de su amor ha abatido todos los obstáculos. San Pablo resume la vida de Jesús con estas palabras: Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús... no fue Sí y No; en él no hubo más que Sí.
Oprimidos por la muerte tan injusta de' este Inocente en la Cruz, los discípulos quedaron aún más trastornados por la Resurrección. Ésta es la respuesta que Dios da al pecado de los hombres; abre las puertas del Reino a su Hijo amado, y nos promete que también nos espera a nosotros en esa morada en la que Jesús nos prepara un lugar. Y, en cada Eucaristía, movidos por esta esperanza, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva.
+ Cardenal Philippe Barbarin
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