sábado, 28 de junio de 2008

AMOR A LA EUCARISTIA



Fotografia primera: Monjes trapenses de Argelia, mártires en 1996.
Fotografía segunda: el Cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Québec, en el Congreso Eucarístco.




Con motivo del 49 Congreso Eucaristico Internacional, celebrado en Québec el pasado 19 de Junio, el Cardenal Philippe Barbarin escribe:

Amor a la Eucaristía, hasta el final

El testimonio de los laicos, religiosas, sacerdotes, monjes y obispos... víctimas de los años de ciega violencia islamista en Argelia sirvió al cardenal Philippe Barbarin, arzobispo de Lyón y Primado de las Galias, para ilustrar lo que es y exige la Eucaristía. Lo hizo en el Congreso Eucarístico, celebrado la semana pasada en Québec. Éste fue su testimonio:

Hasta el final. En la hora del sacrificio supremo, Jesu­cristo, ante Poncio Pilato, rindió tan solemne testimo­nio, dice san Pablo. No podemos olvidar a todos nuestros her­manos cristianos, en diferentes países, que viven todavía este amor extremo. Quisiera hablar de nuestros hermanos de Argelia, y en particular de los mon­jes del monasterio cisterciense de Tib-hirine, asesinados en la primavera de 1996. Su presencia era una ofrenda sen­cilla, discreta y comprendida por todos. Y su sacrificio tocó al mundo entero. Presentar el cristianismo sin la cruz, o hablar de sacrificio eucarístico sin de­cir hasta dónde nos puede llevar, sería una mentira.

El año pasado, monseñor Henri Teissier, arzobispo de Argel, vino a predi­car un retiro a los sacerdotes de la dió­cesis de Lyón. Habló de La Eucaristía y el martirio, al recordar a las 19 víctimas de la Iglesia en Argelia durante los años oscuros de la gran violencia islamista. Él hablaba de las religiosas, de los herma­nos sacerdotes o monjes asesinados. Pe­ro al escucharle comprendimos que también sabía que su vida está en peli­gro diario. En este clima espiritual ce­lebra la Eucaristía cada día. Los márti­res cristianos de Argelia han dado su vida a causa de una fidelidad evangé­lica a un pueblo al que Dios les ha en­viado a servir y amar.

El Prior de Tibhirine, el padre Christian de Chergé, había escrito: «Si un día fuera víctima del terrorismo, me gus­taría que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordara que mi vida fue en­tregada por Dios, a Dios y a este país». Me imagino que debía pensar con fre­cuencia en los argelinos cuando pro­nunciaba las palabras de la consagra­ción: «Éste es mi cuerpo, entregado por vosotros». Todos habían aprendido ára­be; el hermano Luc, monje y médico, el más anciano de la comunidad de Tib­hirine, curaba gratuitamente a los en­fermos de la región. Cuando el am­biente se hizo peligroso, decidieron quedarse. Es lo que había explicado mon­señor Pierre Qaverie, el obispo de Oran, poco antes de ser asesinado en otoño de ese mismo año, 1996 : «Para que el amor venza al odio será necesario en­tregar hasta la propia vida en un com­bate cotidiano en el que el mismo Jesús no queda indemne». Después de su ase­sinato, ninguna religiosa, ningún sa­cerdote, ningún laico abandonó su lugar en la diócesis de Oran. Y esto conforme a lo que él había escrito: «Hemos enta­blado aquí lazos con los argelinos que nadie podrá destruir, ni siquiera la muerte. En esto no somos más que dis­cípulos de Jesús».

Cuando se ama a un pueblo, se le si­gue sirviendo aunque vaya mal; ésta es la verdad del amor: implica siempre es­ta dimensión de ofrenda y sacrificio. Es­ta actitud de los discípulos, veinte si­glos después, nos ayuda a comprender la Eucaristía del Señor. Jesús atraía a las muchedumbres cuando curaba a los en­fermos y multiplicaba los panes; el pue­blo estaba pendiente de sus labios, cuando enseñaba cada día en el tem­plo. Pero nada detuvo el movimiento de su amor, ni la adversidad, ni el re­chazo, ni los complots, ni los celos que acabaron llevándole a la muerte innoble de la Cruz. El buen pastor se queda cuando los lobos y los ladrones entran en el redil. La fuerza de su amor ha aba­tido todos los obstáculos. San Pablo re­sume la vida de Jesús con estas pala­bras: Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús... no fue Sí y No; en él no hubo más que Sí.

Oprimidos por la muerte tan injusta de' este Inocente en la Cruz, los discí­pulos quedaron aún más trastornados por la Resurrección. Ésta es la respues­ta que Dios da al pecado de los hom­bres; abre las puertas del Reino a su Hi­jo amado, y nos promete que también nos espera a nosotros en esa morada en la que Jesús nos prepara un lugar. Y, en cada Eucaristía, movidos por esta es­peranza, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva.

+ Cardenal Philippe Barbarin

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