"EL HECHO EXTRAORDINARIO". Manuel García Morente. 29 Abril 1937
Estaban radiando música francesa: final de un sinfonía, de Cesar Frank; luego, al piano, la Pavanne pour une infante défunte, de Ravel: luego, en orquesta, un trozo de Berlioz intitulado L'enfance de Jesus... Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido y por mi mente comenzaron a desfilar, sin que yo pudiera oponerles resistencia, imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile en la imaginación caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María (...) Y así poco a poco se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo hombre clavado en la cruz en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres y niños sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor crucificado. Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor. Y la cruz subía, subía hasta el cielo y llenaba el ámbito todo y tras ella también subían muchos... Subían todos, ninguno se quedaba atrás, solo yo, clavado en el suelo veía desaparecer en lo alto a Cristo rodeado por el enjambre inacabable de los que subieron con él...
No me cabe la menor duda que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz, pero tuvo un efecto fulminante en mi alma: ese es Dios, ese es el verdadero Dios, Dios vivo, esa es la Providencia viva, me dije a mí mismo. Ese es el Dios que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear... Pero la distancia entre mi pobre humanidad y el Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable, demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende. A ese sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera tras de la vida. A ese sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡ A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro y ¡horror! Don José María, ¡se me había olvidado!
Permanecí de rodillas un gran rato ofreciéndome mentalmente a nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez, recordé a mi madre a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad, me representé claramente su cara, el regazo en el que me recostaba estando de rodillas para rezar con ella. Lentamente, con paciencia fui recordando trozos del Padrenuestro, algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzo logré restablecer íntegro el texto sagrado, y lo escribí en un libro de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme con el Padrenuestro que leía en mi papel, no atreviéndome a fiar en un recuerdo tan difícilmente restaurado y el Avemaría que repetí innumerables veces hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en la memoria. Una inmensa paz se había adueñado de mi alma...
En le relojito de pared sonaron las doce de la noche. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que me despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en ese mismo momento, sin tardar. Me puse de pie todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, no lo oía, yo no lo tocaba, pero Él estaba allí.
En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada, no tenía la menor sensación, pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía. Percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo, y las letras, negro sobre blanco, que estoy trazando, pero no tenía ninguna sensación ni en la vista ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente con entera claridad, y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía aunque sin sensación. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé, pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indiscutible evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en memoria se actualice el recuerdo, surgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello - Él allí - durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa. ¿Cuándo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes, estaba Él allí, y yo le percibía, y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí. Ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y m fuerza sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos.
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