domingo, 25 de mayo de 2008

UN TITÁN DE LA IGLESIA ESPAÑOLA




Asi llamo yo a don fernando sebastian aguilar: titán de la iglesia española y por ello expongo a continuación el artículo que publico ayer 24 de mayo en la tercera del ABC:

Iglesia libre en una sociedad libre

... El derecho de las personas al ejercicio de su libertad en materia religiosa es anterior a cualquier forma de Estado, y exige de los gobiernos que protejan y favorezcan este derecho de los ciudadanos que asilo quieran a practicar, privada y públicamente, la religión que ellos prefieran...

QUIENES vivimos los tiempos de la transición pensábamos que la nueva Constitución garantizaba la posibilidad de una conviven­cia pacífica y tranquila entre católicos y no católicos en la nueva sociedad española. El artículo 16 de nuestra Constitución estableció las líneas genera­les de esta cuestión y al amparo de este artículo he­mos tratado de vivir y de actuar pacíficamente du­rante estos años de vida democrática.

En estos últimos años parece que algunas fuer­zas políticas consideran que la Constitución de 1978 es excesivamente condescendiente con la reli­gión, en especial con la Iglesia católica. No quieren un Estado aconfesional, que respeta y favorece la li­bertad religiosa como parte del bien común, sin ha­cer suya ninguna confesión ni intervenir en la vida religiosa de los ciudadanos. Prefieren un Estado lai­cista, que no valora la religión como parte del bien común de los ciudadanos y por tanto trata de ex­cluirla de la vida pública recluyéndola al ámbito de lo estrictamente privado, sin influencia en los asun­tos públicos ni en el comportamiento social de los ciudadanos y de las instituciones. Entiendo que la clarificación de las relaciones de la Iglesia católica con las instituciones políticas, en España, es de pri­mera importancia para el bienestar y la estabilidad de nuestra sociedad, bueno para los católicos y bue­no para la sociedad en general.

Sin ánimo de polemizar con nadie, buscando simplemente la claridad y el mutuo entendimiento, bajo mi estricta responsabilidad personal, me pare­ce oportuno formular de nuevo cómo entendemos los católicos la presencia y la posible influencia de la Iglesia, y de cualquier otra organización religio­sa, en la vida social y pública, en un ordenamiento democrático.

No se trata inicialmente de una cuestión acerca de las relaciones del Estado con la Iglesia, sino de la actitud del Estado y de los gobiernos respecto de las libertades y derechos de los ciudadanos. El punto de partida es la sociedad civil y no el Estado. Aun­que no lo sea necesariamente en un orden cronoló­gico, sí en un orden de naturaleza, la persona y la so­ciedad son anteriores y más importantes que el Es­tado. Los ciudadanos organizamos el Estado para proteger y favorecer nuestra vida y nuestra convi­vencia, no al revés. No es el Estado, ni el gobierno quienes deciden qué tipo de religiosidad conviene a la sociedad, qué confesiones han de practicar los ciudadanos y en qué proporción, sino que es la socie­dad, y más en concreto los ciudadanos quienes deci­den cómo quieren vivir su religiosidad, qué fe quie­ren profesar y de qué comunidad o de qué Iglesia quieren formar parte. El derecho de las personas al ejercicio de su libertad en materia religiosa es ante­rior a cualquier forma de Estado, y exige de los go­biernos que protejan y favorezcan este derecho de los ciudadanos que así lo quieran a practicar, priva­da y públicamente, la religión que ellos prefieran, y pide también que respeten el libre funcionamiento de aquella^ instituciones y comunidades en las que los ciudadanos expresan y ejercitan su vida religio­sa. Esto vale para cualquier religión y para cual­quier comunidad religiosa.

La Iglesia católica es una comunidad universal que está secularmente presente en España. El proceso de implantación pudo ser complejo, pero el caso es que, hoy, un buen número de ciudadanos es­pañoles profesan libremente la fe cristiana y quie­ren, con mayor o menor coherencia, vivir de acuer­do con las enseñanzas de Jesucristo y la doctrina católica. Este es un hecho indiscutible, que desde el punto de vista social, tiene su origen en la libre vo­luntad de los ciudadanos, con clara anterioridad y plena independencia respecto de cualquier institu­ción política. Quiere esto decir que un régimen que quiera ser democrático y pretenda actuar a favor del bien de las personas, debe admitir la presencia de esas actividades e instituciones religiosas den­tro de la sociedad, y debe respetarlas y favorecerlas como parte del bien común de los ciudadanos, sin caer en la tentación de intervenir en su vida inte­rior ni alterar su libre desarrollo en provecho pro­pio. Las Iglesias, o las comunidades religiosas en general, no son un cuerpo extraño en el tejido so­cial, ni necesitan apoyarse en un régimen de privi­legios, están al servicio de la vida religiosa de los ciudadanos y se apoyan jurídicamente en el dere­cho sagrado de los ciudadanos a profesar y practi­car libremente la religión que mejor les parezca. Sólo la defensa de algún elemento del bien público que se viera amenazado por una actividad preten­didamente religiosa, justificaría una intervención de la autoridad política en defensa del bien general amenazado.

Los españoles católicos tienen los mismos dere­chos civiles que los demás, y pueden, por tanto, intervenir en la vida pública, como los demás ciuda­danos, según sus propias convicciones. Los dirigen­tes de la comunidad católica, es decir, los obispos, respetando los derechos de los demás, pueden ac­tuar como crean conveniente para orientar a los miembros de su comunidad en el cumplimiento de sus obligaciones sociales y políticas de acuerdo con la moral cristiana, y tienen también el derecho de proponer a los demás miembros de la sociedad espa­ñola sus puntos de vista, confesionales y no confe­sionales, para que cada uno, libremente, los pueda tener en cuenta como mejor le parezca, según su rec­ta conciencia.

Todo esto está claramente reconocido en nues­tra Constitución. Y es actualmente doctrina co­mún en la Iglesia católica. Para entendernos y vivir en paz, respetándonos unos a otros en un proyecto común de vida nacional, conviene que hablemos a partir de estas bases. Dejemos a un lado cómo ha­yan podido ser las cosas anteriormente. Nadie está en condiciones de tirar la primera piedra. Ahora es­tamos en donde estamos, y esto es lo que interesa.

A la vez, la Iglesia tiene que ser consciente de sus propios límites y no entrar en los terrenos propios de la acción política. La finalidad de las intervencio­nes de la Iglesia en estas materias no es que los cris­tianos voten a un partido o a otro, actúen en política de una manera u otra. Lo que a la Iglesia le corres­ponde es ayudar a los cristianos a actuar «cristiana­mente» en las materias políticas, como en los de­más órdenes de la vida. Si los cristianos somos cohe­rentes en aplicar los principios morales en estas cuestiones, los dirigentes políticos tendrán que pen­sar dónde se sitúan y cómo actúan para recibir la confianza y el apoyo de los católicos. De ellos depen­derá la mayor o menor distancia entre unos y otros. ¿Llegaremos los españoles a ponernos de acuerdo en que todos, creyentes y no creyentes, podemos convivir pacífica y respetuosamente en una socie­dad democrática, sobre unas bases más o menos pa­recidas a éstas?

Por nuestra parte los católicos tenemos que ser pacientes. El ejemplo de Jesús nos obliga a serlo. La Iglesia representa en el mundo la presencia miseri­cordiosa de Dios, creador y salvador de todos los hombres. Anunciamos un mensaje de vida ofrecido a todos y no impuesto a nadie. Al margen de las cues­tiones políticas, la religión, y en concreto la fe cris­tiana, es buena para quien la acepta libremente y la vive con coherencia. La palabra y la ayuda de Dios promueven el bien de las personas, iluminan nues­tra conciencia en el conocimiento de la justicia y po­nen límites a nuestras ambiciones. ¿Qué mal nos puede venir de eso? Por eso es bueno que los gobier­nos y la sociedad acepten la presencia de la Iglesia y le dejen ejercer su misión a favor del bien temporal y eterno de las personas. Puede incluso estar justifi­cado que desde las instituciones públicas se apoye la vida religiosa de los ciudadanos, como se apoya cualquier otra actividad que dignifica y enriquece la vida cultural o moral de la sociedad.

Detrás de los debates sobre el lugar de la Iglesia en la democracia, queda latente el debate so­bre la naturaleza de la religión, si es razonable o ab­surda, si es servidora o destructora de la humani­dad en nuestras vidas. Nosotros los cristianos cree­mos que la adoración de Dios, tal como la inició y anunció Jesucristo, es condición para el descubri­miento y la realización en plenitud de la humani­dad del hombre. La fe cristiana nos ayuda a ver en qué consiste la justicia y nos mueve a realizarla con fortaleza en todas las circunstancias de la vi­da. Por eso la profesamos y nos sentimos movidos a anunciarla, aunque a veces no lo hagamos con el acierto, la coherencia y la diligencia que correspon­de a un fiel seguidor de Jesucristo. Pero eso ya es otra cuestión.

FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR

Arzobispo emérito de Pamplona y Obispo emérito de Tudela

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