domingo, 6 de septiembre de 2009

Embajador de Cristo 002



Traemos hoy las páginas 42 y 43 de la Historia de Cristo, de Giovanni Papini

Página 42 GIOVANNI PAPINI


Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tie­rra, los pueblos que preferían la Materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre tierra ni para amar la ma­teria. Con Él acabará la adoración de la Bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los Brutos de Jerusalén lo matarán; pero, en tanto, los de Belén lo calientan con su aliento. Cuando Jesús lle­gue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muer­te, cabalgará en un asno. Pero Él es profeta más gran­de que Balaam; ha venido a salvar a todos los hom­bres y no sólo a los hebreos, y no retrocederá en su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra él.

LOS PASTORES

Después de las Bestias, los Guardianes de las bes­tias. Aunque el Angel no hubiese anunciado el gran nacimiento, ellos hubieran corrido al establo para ver al hijo de la Extranjera.

Los pastores viven casi siempre solitarios y distan­tes. No saben nada del mundo lejano y de las fiestas de la Tierra. Cualquier suceso que acaezca cerca de ellos, por pequeño que sea, los conmueve. Vigilaban a los rebaños en la larga noche del solsticio cuando les estremecieron la luz y las palabras del Angel.

Y apenas vieron, en la escasa luz del establo, una mujer, joven y bella, que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos abiertos en aquel instante, aquellas carnes rosadas y delicadas,


HISTORIA DE CRISTO Página 43


aquella boca que no había comido aún, su corazón se enterneció. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre un alma que viene a sufrir con las otras al­mas, es siempre un milagro tan doloroso, que enter- nece aun a los sencillos que no lo comprenden. Y aquel nacido no era para aquellos que habían sido avi­sados un desconocido, un niño como todos los demás, sino aquel que desde hacía mil años era esperado por su pueblo doliente.

Los Pastores ofrecieron lo poco que tenían, lo poco que, sin embargo, es mucho si se da con amor; lleva­ron los blancos donativos de la pastorería: la leche, el queso, la lana, el cordero. Aun hoy, en nuestras montañas, donde están muriendo los últimos vestigios de la hospitalidad y la hermandad, apenas ha alum­brado una esposa acuden las hermanas, las mujeres, las hijas de los pastores. Y ninguna con las manos vacías: quién con dos pares de huevos, todavía ca­lientes del nido; quién con una jarra de leche fresca recién ordeñada; quién con un queso que apenas ha echado corteza; quién con una gallina para hacer el caldo a la parturienta. Un nuevo ser ha aparecido en el mundo y ha comenzado su llanto: los vecinos, como para consolarle, llevan a la madre sus presentes.

Los Pastores antiguos eran pobres y no desprecia­ban a los pobres-, eran sencillos como niños y goza­ban contemplando a los niños. Eran nacidos de un pue­blo engendrado por el Pastor de Ur y salvado por el Pastor de Madián. Pastores habían sido sus primeros Reyes: Saúl y David—pastores de rebaños antes que pastores de tribu—. Pero los pastores de Belén, "ig­norados del Mundo duro", no eran soberbios. Un pobre había nacido entre ellos,



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