jueves, 10 de septiembre de 2009

Embajador de Cristo 005




Hoy vamos a añadir las páginas 49, 50 y 51 de la Historia de Cristo, de Giovanni Papini.


HISTORIA DE CRISTO Página 49


HERODES EL GRANDE


Herodes era un monstruo, uno de los más pérfidos monstruos salidos de los tórridos desiertos de Orien­te, que ya habían engendrado más de uno, horribles a la vista.

No era Hebreo, no era Griego, no era Romano. Era Idumeo: un bárbaro que se arrastraba ante Roma y halagaba a los Griegos para asegurarse mejor el domi­nio sobre los Hebreos. Hijo de un traidor, había usur­pado el reino a sus señores, a los últimos desgraciados Asmoneos. Para legitimar su traición se casó con una sobrina suya, Mariamna, a la que después, por injus­tas sospechas, mató. No era su primer delito. Antes había mandado ahogar a traición a su cuñado Aris­tóbulo, había condenado a muerte a otro cuñado suyo, José, y a Arcano II, último reinante de la dinastía ven­cida. No contento con haber hecho morir a Mariamna, mandó matar también a Alejandra, madre de ésta, e in­cluso a los pequeñuelos de Baba, únicamente por ser pa­rientes lejanos de los Asmoneos. Entre tanto se diver­tía con mandar quemar vivos a Judas de Sarifeo y Ma­tías de Margaloth, juntamente con otros jefes fariseos. Más tarde, temiendo que los hijos habidos de Ma­riamna quisieran vengar a su madre, los mandó estran­gular; próximo a morir, dió orden de matar también a un tercer hijo, Arquelao.

Lujurioso, desconfiado, im­pío, ávido de oro y gloria, no tuvo nunca paz ni en su casa, ni en Judea, ni consigo mismo. Con el fin de que olvidasen sus asesinatos, hizo al pueblo de Roma un donativo de trescientos talentos para que se gastasen en fiestas.


Página 50 CIOVANNI PAPINI


Se humilló ante Augusto para que le guar­dase las espaldas en sus infamias, y al morir le dejó diez millones de dracmas y, además, una nave de oro y otra de plata para Livia.

Este soldadote advenedizo, este Arabe mal desbas­tado pretendió ganar y conciliar a Helenos y Hebreos: consiguió comprar a los degenerados descendientes de Sócrates, que llegaron hasta a levantarle una estatua en Atenas; pero los Hebreos le odiaron hasta su muer­te. Inútilmente reedificó Samaria y restauró el Tem­plo de Jerusalén; para ellos era siempre él pagano y el usurpador.

Tremebundo como los malhechores viejos y los prín­cipes nuevos, el murmullo de una hoja, el temblor de una sombra, le estremecían. Supersticioso como todos los orientales, crédulo en presagios y agüeros, pudo fácilmente creer en los Tres que venían de los confi­nes de la Caldea conducidos por una estrella hacia el país por él robado con el fraude. Cualquier preten­diente, por fantástico que fuese, le hacía temblar. Y cuando supo por los Magos que un rey de Judea había nacido, su corazón de bárbaro intranquilo se sobresal­tó. Viendo que no volvían los Astrólogos a mostrarle dónde había aparecido el nuevo nieto de -David, or­denó que fuesen muertos todos los niños de Belén. Flavio Josefo calla esta última hazaña del Rey; mas, quien había hecho matar a sus propios hijos, ¿no. era capaz de suprimir a los que él no había engendrado?

Nadie supo nunca cuántos fueron los niños sacri- ficados al miedo de Herodes. No era la primera vez que en Judea eran pasados a cuchillo los niños al pecho de sus madres; el mismo pueblo hebreo


HISTORIA DE CRISTO Página 51


había castigado en tiempos antiguos a las ciudades enemigas con la matanza de los viejos, de las esposas, de los jóvenes y de los niños; no conservaba más que las vír­genes para hacerlas sus esclavas y concubinas. Ahora el Idumeo aplicaba la ley del Talión al pueblo que la había practicado.

No sabemos cuántos serían los inocentes; pero sa­bemos—si Macrobio merece fe—que entre ellos hubo un hijo pequeño de Herodes que estaba criándose en Belén. Para el viejo monarca, uxoricida y parricida, quién sabe si no fué esta una venganza; quién sabe si sufrió siquiera cuando le llevaron la noticia del error. Poco después él mismo abandonó la vida asaltado por males asquerosos. Vivo aún, corrompíasele el cuerpo; los gusanos le roían sus miembros; tenía los pies hin­chados; faltábale el aliento; hedíale la boca insoporta­blemente. Repugnante a sí mismo, intentó matarse en la mesa con un cuchillo, y por fin murió, después de haber ordenado a Salomé que mandase matar a muchos jóvenes que estaban encerrados en las prisiones.

La Degollación de los Inocentes fué la última haza­ña del hediondo y sanguinario viejo. Esta inmolación de Inocentes en torno de la cuna de un Inocente; este holocausto de sangre por un recién nacido que ofre­cerá su sangre por el perdón de los culpables; este sacrificio humano por aquel que a su vez será sacri­ficado, tiene un sentido profético. Miles y miles de inocentes han de morir después de su muerte sin más delito que el de haber creído en su Resurrección: nace para morir por los demás, y he aquí que mueren por él miles de nacidos, como para pagar su nacimiento.

Hay un tremendo misterio en esta ofrenda sangrien‑


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